18 de junio de 2013

La solera de los libros

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Y es que es verdad. Los libros y su lectura son uno de los mayores placeres de todos los tiempos. Pero lo más gratificante, en mi humilde opinión, es coger un libro de la estantería, uno que llevabas mucho tiempo sin leer, que ya lo hubieras leído en su tiempo, y volver a leerlo. Y descubrir que, no solo te gusta tanto como el día que lo abriste por primera vez, sino que te gusta aún más. Es decir, que ese libro, para ti, ha adquirido solera. Como los vinos.

Esto es exactamente lo que me está pasando a mí ahora mismo, ya que hará cosa de dos meses que empecé a leer de nuevo El Señor de los Anillos y El Hobbit, quince años después de habérmelos leído por primera vez. Quince años, debo decir, que no han pasado en balde, ya que la cantidad de experiencias e historias acumuladas desde entonces en mi "macuto" no es para nada desdeñable. Y todas ellas me han servido para apreciar aun más si cabe la obra de J. R. R. Tolkien, sus matices y sus detelles. Y, sobre todo, para comprobar que lo mío con el autor británico y su libro más emblemático no era un simple "amor de juventud". Porque vale, en su día, a mis impresionables e inexpertos 16 años, podría haberme parecido que aquello era el no va más de la literatura universal, precisamente por eso mismo, porque era el primer libro "en serio" que cogía y empezaba a leer. Pero ha resultado que no, que he podido comprobar, como digo, que me gusta incluso más que el primer día.

Y esto es así, en parte, gracias a las películas que dirigió Peter Jackson en su día. Porque la otra parte, la experiencia, también ha ayudado muchísimo, pero gracias a dichas películas he podido poner en relieve lo visto con lo leído, y el resultado ha sido, cuanto menos, curioso. Por ejemplo, que mientras que en las películas, sobre todo a partir de Las Dos Torres, las partes en las que aparecen Aragorn, Legolas y Gimli son las más intensas y entretenidas, y que las partes de Frodo y Sam, por contra, son las más sosas y pesadas, en los libros ocurre todo lo contrario. Estás deseando que el pesado de Aragorn se calle de una vez para que deje paso a las venturas y desventuras de los dos hobbits. Incluso la batalla del Abismo de Helm, que en la película es intensa y trepidante, en el libro, aunque también es emotiva, notas que le falta un puntito de intensidad. Pero bueno, imagino que, al fin y al cabo, algo así es normal e inevitable. No es lo mismo contar cómo alguien le da un puñetazo a otra persona, que ver con tus propios ojos cómo lo hace, por poner un ejemplo.

Por otro lado, y a falta de ver las dos películas que aun están por estrenar, con El Hobbit opino que la película es perfectamente compatible con el libro. Reconozco que puse el grito en el cielo cuando, en un primer momento, me enteré de que iban a hacer dos películas de un libro ya de por sí corto, ya que, por mucho que usaran los Apéndices, como en efecto se ha hecho, no podía ni tan siquiera imaginarme de dónde iban a sacar material suficiente como para rodar la película en dos partes, ya no digamos en tres, como se ha acabado haciendo. Y, sin embargo, la película, al menos la primera parte, ha servido para explicar, o al menos introducir, muchos aspectos que en el libro sólo se mencionaban muy por encima, o que directamente sólo aparecían en los mencionados Apéndices, como puede ser la historia de Thorin, desde que todo su clan fuera expulsado de Erebor por Smaug, pasando por el desastroso intento de reconquista de Moria por parte de los enanos (tan triste como memorable, desde mi punto de vista y mi simpatía por la raza de los enanos), la aparición de Azog y la reunión de El Concilio Blanco. Y, por lo que he podido ver en el trailer de la segunda parte de la trilogía (La Desolación de Smaug), también podrá verse la intervención del Concilio respecto a Dol Guldur, algo que en el libro ni se mencionaba. Simplemente, se decía que Gandalf desaparecía unos días, pero en absoluto decía por qué lo hacía.

En todo esto, en mi opinión, también está presente el genio creativo del autor de los libros, "El Profesor", como se lo llamaba en vida, ya que gracias a todos sus apuntes, a las referencias que introdujo a lo largo de la historia, a los Apéndices y a todas las explicaciones que dio en vida acerca de su obra, ha hecho posible que, a la vuelta de todos estos años, se hayan podido volver a narrar sus historias de una forma más que magnífica. En fin, lo dicho, desde mi punto de vista, la Historia de la Tierra Media sería un vino de una excelente añada que ha ganado categoría con el paso de los años. Como las botellas que Bilbo tenía guardadas en su despensa.

16 de junio de 2013

Héroes (I) - Navío de Línea Santísima Trinidad

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Empiezo oficialmente esta sección para hablar de glorias pasadas y, hasta cierto, olvidadas por el gran público, escribiendo sobre el mayor buque de guerra de su época: El navío de línea Santísima Trinidad. Pero más que al navío en sí, que también, quiero que sirva para rendir un humilde homenaje a los hombres que componían su tripulación durante la batalla de Trafalgar.

El navío, como digo, fue el buque de guerra más grande de su época. Construido en los astilleros de La Habana en 1769, contaba originalmente con una eslora (longitud) de 61,40 metros, tres puentes (la mayoría de los navíos de la época eran de dos) ampliado a cuatro más adelante, y 120 cañones, aumentados hasta los 140 antes de la citada batalla. Se fabricó con maderas preciosas como la caoba, el júcaro y el caguairán y costó 40.000 ducados de la época, que vendrían a ser alrededor de 1.100.000€, aunque seguramente la cifra actual ascendería muchísimo más. Llegó a ser tan majestuoso que se lo denominó "El Escorial de los Mares".

Desde el momento de su botadura definitiva (sufrió un par de modificaciones técnicas antes de poder entrar en servicio), se convirtió en el buque insignia de la Armada Española. Participó en 1779 en la Guerra de Independencia de las colonias americanas de Gran Bretaña contra estos, apoyando a Francia, de quienes éramos aliados por aquel entonces. Participó también en las operaciones que se llevaron a cabo en el Canal de la Mancha ese mismo año, y el año siguiente participó en la captura de un convoy británico compuesto por 55 navíos, además de participar en la batalla del Cabo de Espartel tres años más tarde. Participó también en la batalla del Cabo de San Vicente, donde estuvo a punto de ser capturado por los ingleses, siendo ayudado (y amenazado con ser cañoneado si no se defendía) por otro navío español, el Infante Don Pelayo, en 1797.

Pero fue en 1805, en la tan mencionada batalla de Trafalgar, donde fue definitivamente derrotado. Con una tripulación más que insuficiente, tanto en número como en preparación y entrenamiento (contaba ese día con una dotación de 1.160 hombres, cuando hubiera necesitado más del doble para poder ser manejado con la eficiencia que se necesitaba para aquella ocasión), y tras los constantes desatinos del almirante francés Villeneuve (Nelson aun debe estar frotándose los ojos desde que vio que le ponían la batalla tan en bandeja de plata), el mayor buque de guerra de la época fue acribillado por varios navíos británicos hasta quedar completamente desarbolado y en unas condiciones más que deplorables, viéndose obligado finalmente a rendirse y a ser finalmente apresado. Los daños fueron tan severos que, a pesar de los esfuerzos de los ingleses por remorcarlo hasta Gibraltar como trofeo, el Santísima Trinidad acabó por hundirse el 24 de Octubre de 1805 a unas 25 millas al sur de Cádiz. Sus cañones están ahora en el Panteón de Marinos Ilustres en la ciudad de San Fernando, en Cádiz.

Pero la pérdida del navío es insignificante si tenemos en cuenta la cantidad de vidas humanas que se perdieron en ese buque durante la batalla. Entre su dotación de 1.160 personas, hubo 108 heridos y 205 muertos, siendo el barco que más pérdidas humanas sufrió. Y, por último, también merecen ser recordados los capitanes de los barcos españoles, que aun sabiéndose en una abrumadora inferioridad táctica, maniatados por la indecisión de un almirante pusilánime y por el vasallaje de facto que la corona española rendía a Napoleón, pelearon y se defendieron como héroes hasta la última gota de sangre, literalmente en muchos de los casos.